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ISSN 1989-4163

NUMERO 05 - SEPTIEMBRE 2009

 

Safari

Javier Sagarna

 

Colocó primero tres fotos desde el coche, casamatas de uralita con anuncios de Coca-cola tomadas al pasar, calles de barro, algún negro en camiseta desenfocado por la velocidad, bosques, charcos al sol y, al final de la primera página, su propia foto feliz, una sonrisa enorme, inmensa. Faltaban, lo notó, imágenes del aeropuerto, del largo vuelo, de la ilusión, de los nervios, de las manos entrelazadas, pero se las ingenió para empezar la segunda página con una foto de los dos juntos, vestidos de explorador.

Luego, bien ordenados en más de doscientas páginas de fundas de plástico, fueron entrando el hotel en la copa de un árbol y la charca a la que los búfalos bajaban a beber, la secuencia del elefante que viene, que viene y se va hasta que, ya tan cerca, se hace enorme y da algo de miedo, los pájaros de grandes picos, los babuinos, el lago, los ojos de los hipopótamos a ras de agua, y, tan sigiloso que ella no lo ve, el cocodrilo bajo el embarcadero, los que dormitan —bocas abiertas, temibles dientes algo fuera de foco— en la orilla junto a sus rostros, primero el de ella apoyada en la borda, luego el suyo con barba de varios días, que brillan, que refulgen en primer plano.

Nervioso, ajeno a las carreras, abajo, en la calle, de los últimos coches, a las prisas de los que no llegaban a cenar, siguió ordenando detrás otros caminos, un poblado de cañas entre la maleza, un jabalí verrugoso que de pronto cruza el sendero, dos menudos dik-dik, una de hipopótamos traspapelada que le obligó a volver atrás y rehacerlo todo antes de atreverse con el tumulto de fotos casi iguales del anillo rosa —un millón de flamencos ahora en silencio— que circundaba aquel otro lago entre graznidos, un griterío con olor a sal que los acompañó toda la noche, mientras se abrazaban en la cama con mosquitero del bungalow. Y las primeras jirafas y antílopes, y cebras que pacen a los costados de otro largo camino, esta vez de polvo y chozas de arcilla, que en cuatro fotos se puebla de guerreros massai de dientes arrancados, de sus vacas, de sus lanzas, de sus telas rojas y sus mujeres cargadas de abalorios —ella entre ellas, comprando pulseras— que dan paso, por fin, a las grandes manadas, los ñus, las gacelas, los elefantes, y los leones, qué emoción, cachorros que parecen gatos, madres feroces, orgullosos machos de melena negra, la sabana infinita en la que acamparon con lujo y luz de quinqué.

La noche —el escape de una moto, la canción ronca de un trasnochador en la distancia— enmudecía al otro lado del balcón cuando, detrás un tropel de animales sin importancia —avestruces, un chacal, el guepardo dormido entre la hierba— colocó la cara de ella, con sombrero verde y gafas de cuadros, recortada contra aquel amanecer que los llevó hasta el rino, porque a esas alturas lo único que importaba era el rino y le tiraron más de un carrete —rinoceronte de lejos, rinoceronte de cerca— a sus cuernos y sus blindajes, a su ojo arcaico que no le perdió de vista hasta que, ya casi acabando, empezaron a pasar por sus manos las olas y las palmeras, las fotos de la playa, qué pocas, ya sin mucho interés, la playa con lluvia, unas ruinas tristes y mohosas, cocos, serpientes en jaulas, canoas, monos en el jardín.

Para el final guardó una foto juntos, en el último hotel. La había sacado contra el espejo y su cara estaba casi oculta por la cámara. Ella aparecía delante, pequeña, desenfocada.

Durante un rato siguió pasando páginas, las que había llenado y, con pulso inquieto, las fundas vacías que ya no iba a llenar. Después cerró el álbum y, al hacerlo, descubrió que lo había llenado al revés.
Pero ya no lo tocó.

Lo dejó sobre la mesa, cerrado, negro sobre el mármol negro.

Y se internó en el silencio oscuro de la casa.

 

 
 
Safari

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